La palabra ícono viene del griego (eikon = imagen), imagen sacra en este caso.
Este ícono del que estamos hablando, es el mismo que sale victorioso de todas las persecuciones y destrucciones de imágenes en el siglo noveno (843). Es el mismo que nos muestra la Encarnación de Cristo; el mismo que, según la tradición, nos dice que san Juan Evangelista, médico y pintor, retrata el primer ícono de la Virgen con el Niño en brazos. También según una creencia, Cristo envía su imagen en una túnica al Rey de Edesa, Abgar, enfermo de lepra cuando éste manda a su secretario a buscarlo; y viendo que en medio de la muchedumbre éste no llegará a él, le pide su “Mandylion”, que es el lienzo que llevan algunos orientales en su cabeza; cuando Cristo lo acerca a su rostro queda allí impreso produciendo más tarde la curación del rey. Otra creencia en occidente nos habla del velo de la Verónica, que enjuga el rostro sufriente de Cristo camino al Calvario, a éstos últimos se los denomina “No hechos por la mano humana” (Acheropita).
La autenticidad de los íconos según la tradición, entre otras cosas, depende de su semejanza con el original; no sólo es fruto de la creatividad artística, que es poca la que se puede usar, sino que debemos remitirnos a los manuales de pintura utilizados por los maestros iconógrafos ya que todo tiene un significado preciso y simbólico.
También es importante respetar los materiales a usar en ellos, la tabla de madera, la cola, la tela, los colores de pigmentos naturales ya sean minerales o vegetales, el agua, el huevo, el oro; todo esto pertenece al reino vegetal, mineral o animal.
El gran pintor Matisse en su viaje a Rusia se preguntaba: “Qué vienen a buscar los pintores rusos a Europa, cuando tienen este arte tan bello aquí?”…
Y también se preguntaba Dostoievsky: “Que belleza salvará al mundo?” Aquella del rostro de Cristo, el más bello entre los hijos del hombre (Salmo 44).
“El ícono es un canal de Gracia, hace presente a la persona que representa, es un lugar de encuentro, una ventana a la eternidad”.
Magdalena María Acuña de Armano
Curadora
Este ícono del que estamos hablando, es el mismo que sale victorioso de todas las persecuciones y destrucciones de imágenes en el siglo noveno (843). Es el mismo que nos muestra la Encarnación de Cristo; el mismo que, según la tradición, nos dice que san Juan Evangelista, médico y pintor, retrata el primer ícono de la Virgen con el Niño en brazos. También según una creencia, Cristo envía su imagen en una túnica al Rey de Edesa, Abgar, enfermo de lepra cuando éste manda a su secretario a buscarlo; y viendo que en medio de la muchedumbre éste no llegará a él, le pide su “Mandylion”, que es el lienzo que llevan algunos orientales en su cabeza; cuando Cristo lo acerca a su rostro queda allí impreso produciendo más tarde la curación del rey. Otra creencia en occidente nos habla del velo de la Verónica, que enjuga el rostro sufriente de Cristo camino al Calvario, a éstos últimos se los denomina “No hechos por la mano humana” (Acheropita).
La autenticidad de los íconos según la tradición, entre otras cosas, depende de su semejanza con el original; no sólo es fruto de la creatividad artística, que es poca la que se puede usar, sino que debemos remitirnos a los manuales de pintura utilizados por los maestros iconógrafos ya que todo tiene un significado preciso y simbólico.
También es importante respetar los materiales a usar en ellos, la tabla de madera, la cola, la tela, los colores de pigmentos naturales ya sean minerales o vegetales, el agua, el huevo, el oro; todo esto pertenece al reino vegetal, mineral o animal.
El gran pintor Matisse en su viaje a Rusia se preguntaba: “Qué vienen a buscar los pintores rusos a Europa, cuando tienen este arte tan bello aquí?”…
Y también se preguntaba Dostoievsky: “Que belleza salvará al mundo?” Aquella del rostro de Cristo, el más bello entre los hijos del hombre (Salmo 44).
“El ícono es un canal de Gracia, hace presente a la persona que representa, es un lugar de encuentro, una ventana a la eternidad”.
Magdalena María Acuña de Armano
Curadora
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